La semana pasada estuve en Costa Rica para un encuentro de escritores indígenas, afro y sino descendientes. Me tocó hablar sobre mi libro de cuentos en una mesa de experiencias y elegí un par de fragmentos de esos cuya narración se prestaba para encarnar a un personaje. Pero me pasaba esa terrible angustia por la mente. Deben estarse aburriendo y con deseos de teletransportarse a una cantina! -pensaba yo mientras continuaba con mis cuentos. En eso terminó la tarde y un par de elementos me pidieron ejemplares del libro. Vaya! - pensé - después de todo, no iba tan mal.
Pero toda la autoestima ganada se me cayó cuando escuché por primera vez en mi vida a Quince Duncan leyendo uno de sus cuentos. Desde que empezó con la primera frase de su historia perdí cuenta de cualquier cosa que ocurría a mi alrededor. El hombre continuaba y yo sólo murmuraba "qué bueno es este cabrón" cuando hacía una pausa. Su voz era tan clara, su dicción tan prístina y su ritmo tan envolvente, que una sala con acústica muy comprometedora parecía hacer tregua con este maestro de la narrativa. Hasta la pertinaz llovizna josefina hizo silencio para escucharle.
De camino a Pavas, cuando el frío se hacía más íntimo, yo sólo recordaba su voz y su espectacular dominio de la palabra. Pensaba en lo privilegiados que son en Costa Rica de tenerlo ahí, de poder escucharlo aunque sea de vez en cuando, y de sentir su presencia emblemática en ese concierto de talentos que tiene Costa Rica.
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