martes, 17 de febrero de 2015

Historias como drogas


Nunca he tenido el deseo irrefrenable e imprudente de hacer algo, tanto como seguir leyendo una historia que ya comencé.  No todas, claro.  Estoy leyendo una novela de Bolaños con la que a veces me peleo y la dejo de leer por semanas.  Otros libros los he abandonado sin piedad, conmigo llegaron hasta lo necesario para decir que son insufribles.  Me aburre la pretensión en los autores.  Contarte cosas súper – mega – archi – requete – fantásticas no es una fórmula infalible de éxito.  La vida tiene historias comunes y corrientes que  - bien contadas – nos pueden conectar inmediatamente, como la historia de Doree en el libro de cuentos de la escritora canadiense Alice Munro.

Pero volvamos al deseo irrefrenable, al drive – que se dice en inglés – que nos consume hasta que logramos la dosis.  Conozco a varias personas maravillosas que tienen esta relación con ciertas drogas.  De pronto las notas nerviosas o inquietas, como si algo les faltara, pero están a gusto con quien y donde están.  Lo que les falta es “un jale” y ya.  Después vuelven tranquilas a lo que estaban o simplemente se van en su viaje al más allá. Lo considero totalmente válido.  La vida no tiene que ser una sucesión de deberes y la química perfecta del organismo exige diferentes tipos de balance.  Conozco gente que lo hace con el deporte.   Se envician, al punto de que ya no disfrutan totalmente otras actividades.  Están a gusto en un lugar y deben irse a correr o a meterse una dosis de máquinas de gimnasio.

A mi eso me ha pasado con algunos libros, o más bien con las historias que empiezo y que de alguna forma se me meten en el organismo, me alborotan, hacen que mi imaginación vuele y hasta llegan a distorsionar mi visión de la realidad.  Recuerdo cuando leí Basura de Facionlince.  El protagonista solía revisar la basura de un escritor vecino y esos descubrimientos (al margen de que sufría con las porquerías que le tocaba separar algunas veces) me inquietaban, al punto de que las pocas veces que interrumpí su lectura no hallaba paz hasta volver con el libro.

Y… si, estando ya de vuelta en la lectura sentía que me elevaba, como si la dosis fuera lo que el cuerpo realmente necesitaba y el mundo dejaba de existir.  Claro que puedo parar, lo puedo hacer cuando quiera, pero no quiero.  Ya sé que van a decir que exactamente eso dice un drogadicto y que un día de estos me van a tener que internar en una clínica de recuperación para adictos a la lectura, que mi familia deberá integrarse a una asociación de familiares de adictos a libros o algo así, pero no.  Yo he pasado grandes periodos de tiempo sin leer (casi semanas), lo que pasa es que cuando agarro una historia que me atrapa, el mundo cambia.

Ayer por la tarde tomé ese libro de cuentos de Alice Munro y ojeé la primera página del cuento "Dimensiones", creyendo que igual que la historia de “Cara”, no iba a ser tan fuerte como para decir “Si, esta mujer por algo es Premio Nobel”,  pero es lo peor que puedes hacer cuando te quedan unos minutos para salir de casa.  Por un momento pensé llevármelo, pero me recordé a mi misma que iba a una reunión con amigos, y que sería odioso apartarme a leer mientras el resto compartía armoniosamente.

¿Van a creer que estando ya en la sobremesa me metí al baño con el teléfono celular y busqué en Google por si acaso el cuento estaba publicado en Internet?  Mientras el aparato buscaba decidí salir del cuarto de baño y me incorporé a la conversación, mirando furtivamente hasta que pude ver que la búsqueda dio con un enlace donde se podían ver las primeras palabras que había leído hacía un par de horas. Si, decía “Doree tenía que coger tres autobuses…” tal como en el libro.   Era ese.  Lo abrí para ver si seguía y a pesar de lo pequeña que es la pantalla de mi aparato, pude ver que continuaba a un punto en el que yo quería saber a dónde demonios iba con tanta inseguridad, quería saber por qué me latía que iba en el bus con la pobre Doree a ver a alguien con quien le había pasado “lo que le había pasado”.

De pronto sentí la mirada inquisidora de nuestra amiga Isabel.  Creo que estaba molesta porque varias personas mirábamos el celular y llegó a preguntar con cierto sarcasmo, si por casualidad estábamos chateando entre nosotras.   Me di cuenta de lo grosera que me vi con ese aparato acaparando mi atención, así que lo cerré y traté de concentrarme en el vino y la conversación.  Empecé a bostezar disimuladamente, pero de pronto hasta el bostezo se hizo evidente y algo se rompió en esa tertulia.  Yo – de verdad – no quería incomodarles, pero dije un par de veces que moría del sueño y lo mejor era salir de ahí antes de que no pudiera conducir.

Al llegar a casa el libro estaba ahí en la mesa, me quité la ropa en el camino, como si un amante de estreno me esperase en la cama.  Ahí estaban en la mañana, los zapatos en la sala, el pantalón en la manigueta de la puerta de mi dormitorio, la camiseta al borde de la cama y el libro “Demasiada felicidad” junto a mi para seguir su lectura con el primer café de este maravilloso martes de febrero, que siendo día de Carnaval nos tiene la ciudad vacía, sin ruidos cotidianos y sin compromisos que atender en la mañana. 

La historia ha terminado, no como esperaba, sino incongruente como la vida misma.  Creo que esta mujer – tan sólo con esa historia – se ganó mi corazón desquiciado, mi firme creencia de que en lo cotidiano, la gente que camina por las calles sin apariencia de algo importante, protagoniza las historias más interesantes y decididamente inquietantes del universo.

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