martes, 15 de diciembre de 2009

Libro en mano

En El Cuento de los Martes, la costumbre es proponer un cuento. En mayoría de los comentarios hay un enlace en donde puedan encontrar la historia, pues sería pedante creer que todos tienen a mano los mismos libros que yo. Espero haber despertado la curiosidad de alguien y llevarlo a un libro de cuentos, a un autor, o bien, a un sitio de Internet que les parezca bueno.

Yo prefiero disfrutar de la literatura con libro en mano, pero confieso que mi educación literaria la hice a punta de fotocopias. Casi toda la carrera de Humanidades iba de la Biblioteca Simón Bolívar al Salón de Profesores, pidiendo préstamos y sacando copias de tal a tal página. Muchas otras veces tenía un texto copiado por quinta vez. Es una de las razones por las cuáles a veces no recuerdo a los autores que leí. La fotocopia no te da ese contacto con la tapa, en la que el autor se presenta en primer plano.

Un poco de lo mismo pasa con la Internet. Se puede leer un texto sin llegar a saber quién es su autor. Si no atrapa, uno hasta puede abandonar la lectura sin interesarse por indagar sobre el autor. Es algo muy superficial, pero pasa. Deja un vacío, pero a veces no. Puede ser que allí se descubra un modo de escribir que atraiga, y la vida puede cambiar con esta costumbre que para algunos resulta monstruosa.

En el conversatorio de hoy sobre el tema de las publicaciones en Panamá, se dieron comentarios muy desatinados en torno al tema de los lectores (por no hablar de malcriadeces varias). Tal parece que nadie se ha tomado la molestia de tratar de entender al receptor de la literatura. Se publican obras esperando que “el público” las acepte porque un grupito de intelectuales dice que uno debe. ¿Si fabricáramos papel higiénico morado, deberíamos molestarnos porque se nos quedan en los anaqueles? ¿Cuál sería la ruta lógica para hacer conocer sus bondades?

Los autores que hoy veneramos como clásicos no se vendieron bien en sus tiempos. Hoy parece que es más importante la fama que la oferta. Obsesiona la venta. Y lo peor fue escuchar que el Estado “gasta” mucho dinero en publicaciones que no retornan si quiera lo que vale producirlas. Ese comentario venido de un escritor, me deja pensando. Afortunadamente, un siquiatra salió a mi auxilio para explicar a los panelistas que de nada sirve la pose de airado, porque el problema está más allá de las propias narices. ¿De qué sirve una pseudo-industria de libros en un país sin calidad de vida? Hay que tragar sapos y culebras antes que alguien crea que es una inversión comprar un libro de poesía, sobre todo si los mismos que se supone que la promueven, dicen que es un gasto.

Creo que la cosa terminó con un mal sabor, que ni la misma Briseida Bloise, con todo su buen juicio, logró disipar. Al menos yo me fui con la idea de que si hubiera sido por pensamientos tan egoístas, mi acervo literario sería aún más chiquito de lo que es hoy, pues toda la literatura que compré en gangas, todas las fotocopias y los libros regalados por sus autores auto-promovidos, nunca me hubieran llegado como un soberano derecho a educarme sin tener 10 dólares para comprar una novela, un libro de cuentos o un poemario.

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