martes, 27 de septiembre de 2011

La negra, El tren que perdí, La noche y otras historias

Anoche estuve leyendo en Ciudad del Saber para un grupo de soñadores.  Soñaban con un mundo de igualdad en el que la piel negra o la nariz ancha no sea un motivo de discusión.  Mujeres ataviadas con trenzas, pañuelos coloridos y sonrisas amplias me escuchaban contar su propia historia de hijas de inmigrantes a la fuerza.  Hombres dejados llevar por la magia de la genética y la antropología, se preguntaban por la edad, por el cutis y por los eslabones de la historia.

Leí poemas (entre ellos La negra, El tren que perdí, La noche y Leche) y conté historias.  No era que los explicaba, los colocaba en contexto, amortizaba su tristeza con la versión narrativa de una imagen.  No se confundan, a las personas les gusta la empatía aunque esté en desuso.

Los poemas pueden desatar historias, recuerdos, cuentos inimaginables. Basta con una palabra, con una imagen o incluso el ritmo para que la memoria active el archivo preciso. 

“Mi historia es parecida” me decía una mujer, vino en mano.  “He sentido lo mismo que decía ese poema sobre la leche que me brota del pecho cuando estoy lejos de mi niño” me confesaba una muy bajito; “No puedo creer que nunca hayas subido a un tren” exclamaban un par de señores.  Los disparadores – como los llama Alma Karla Sandoval en sus talleres – son infinitos y las historias no tienen límites para inventarse.

Este martes deben haber empezado a fluir muchos cuentos entre esa gente que escuchaba poemas la noche anterior.  Todos esos serán el cuento de este martes.

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