Regalo generoso de Consuelo Tomás para
lectores de El Cuento de los Martes:
El Alba de los inmortales
"Matamos lo que amamos."
Rosario Castellanos
Era muy pálida y de lejos se veía
que le faltaba el aire. Era el suyo un silencio de campana abandonada. Su
mirada, el borde los descubrimientos, un horizonte indefinible. Solitaria por
vocación le gustaban la lluvia, los rincones, el olor a tierra húmeda y el
lejano sonido del ladrido nocturno.
No supo entonces cuanto lo amaría.
Crecía dentro de ella, sin saberlo, como una planta exuberante y selvática, esa
pasión infinita. Fue alimentando ese perfecto animal de afecto con las
desgarraduras del amor que experimentaría después, con los adioses que en más
de una ocasión le vaciaron la alegría del rostro, con las batallas para
mantener intactos los duendes de su sangre, la inocencia para renovar las
fantasías y las quimeras, el descubrimiento de los colores más bellos en la
paleta de sus amaneceres, una melancolía líquida que a veces se le escurría de
los labios en los momentos de mayor soledumbre, así como también los demonios
que le heredaron sus ancestros.
Era una niña de abismo, presintiendo
su destino en uno ojos de fondo marino, en un cuerpo de cristal de roca, en la
medida de una boca hecha para convocar los vientos y promover el retorno a los
orígenes más puros.
Como una doncella de antiguos
cuentos, ella sabía que no tendría el albedrío de las liebres en la pradera
inmensa. No obstante, sabía también que en su vida no cabrían lo servil ni lo
mediocre. Que su vientre no aceptaría los pretextos de la piel para presencias
fútiles, no haría concesiones a los argumentos de la normalidad, no prestaría
sus caricias para la domesticación de seres que se arrimarían a ella para
fingir desamparos y cariños incompletos solo como una manera de estar y de
pasar. Sabía que su centro, el fuego más pleno y verdadero, el vuelo suicida de
sus alas frágiles al círculo de los vendavales, la fuerza para mirar el sol
desafiando el todas las cegueras, serían para él, que llegaría no como un
príncipe, si no como un pez iridiscente con el cuerpo devastado por la guerra y
el dolor de ser, y una pasión de incendios entre las manos. Que no llegaría con
flores ni canciones de marinero feliz en su libertad interoceánica, más si con
las heridas abiertas de una historia encarnada sin glorias ni buenos presagios,
marcada a hierro por todos los fuegos piratas, los barcos fantasmas, los
cadáveres sublevados y una esclavitud acrisolada e innombrable. Portador de la
ternura única del que regresa del mundo con una tranquila confianza en la
lealtad de sus espíritus protectores, de sus muertos mas queridos.
Era la niña que fue. Infinita,
insuficiente, frágil. Un animal asustado de sí mismo en los espejos del agua,
caminando en la mitad del mundo. Intento de sacerdotisa para un templo
encontrado en las profundidades, escondido a los mortales mezquinos y los
depredadores de crepúsculos.
-Ven a mí- dijo él como un tigre de sonrisa
dulce.
-Te estaba esperando- dijo ella con los ojos
poblados de luciérnagas.
-Acércate- insistió él tendiéndole el puente
de sus brazos.
-Tu respiración, es extraña, parece cargada
de alfileres- dijo ella con un gato de duda deslizándose desde su voz.
-Son los años de tu ausencia que se me
incrustaron en el pecho y aún me hieren cuando respiro- Dijo él dando la vuelta
a la pagina del gesto. Ven- insistió como un río saliéndose del cauce.
-Sí- dijo ella y se acercó a su cuerpo de
caminos desolados.
Entonces él, extrajo un cuchillo de
su boca y lo enterró en el encaje de su cuello. Mientras todas las amapolas
escapaban de su cuerpo y él, eludiendo el estúpido insulto del arrepentimiento,
lloraba cristales rotos por esa evasión carmesí que volvía a dejarlo
deshabitado, ella, súbitamente le lanzó, desde su mirada en fuga, los puñales
de un olvido repentino.
Cubiertos por una garúa de flores mínimas
que se desprendía de un amanecer rosa encendido, fueron encontrados sus
cadáveres y se celebró para ellos el funeral que se acostumbra celebrar a todos
los destinados a la inmortalidad.
Consuelo Tomás
Panamá, 1994
(inédito, ineditísimo)
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